Una iguana me persigue cada vez que salgo de casa. Camina detrás de mí con sus taconcitos altos, enciende y apaga cigarillos en continuación y va siempre buscando cosas en su bolsita blanca. Cuando estamos sentadas en el autobús, por fin le veo la cara y noto que va muy maquillada, siempre del mismo color del vestido que lleva puesto; hoy va de fucsia y, no sé porqué, de este color me parece pensar que es un hombre. Cuando estoy fuera me persigue y yo la observo. En cambio, cuando estoy en casa, a solas, pienso en ella. Quisiera fotografiarla, hacerle todo un servicio profesional con vestidos de colores y sobre todo sandalias variadas, acercarme a sus ojos y captar la esencia de la iguana de clase trabajadora. Porque, no sé porqué, estoy convencida de que trabaja en una oficina y es muy gentil y muy eficiente y hasta muy afectuosa con su jefe el señor Torta y no llega a fin de mes; de que por las noches da clases de baile hawaiano y aún más noche llega a casa y cocina una rica sopa a sus hijos, con quien también es muy afectuosa. No sé porqué, sus hijos no son iguanas, y tampoco su marido, que siempre está sentado y viste con camisas de rayas y tirantes y no tiene cabellos.
El problema es que cada vez que concibo en mi mente la exacta imagen que quiero fotografiar, pienso en la iguana, no como la veo todos los días, sentada en el autobús con sus taconcitos que no llegan al suelo, sino de pie, sosteniéndose con la mano en alto como todos los demás. Pero entonces el autobús se vuelve un autobús de iguanas, con todos los pasajeros iguanas y el conductor iguana, y los asientitos para iguanas, y yo que no quepo y mi iguana inicial que ya no está, porque ella no vive en esta ciudad de iguanas. Y entonces no hay nada que fotografiar.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
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