miércoles, 16 de junio de 2010
Despedida de Roma II
Después de haber sido devorado, todavía en el sueño, me desperté y vi que había dejado de llover. El día era claro, como una pantalla de luz, y el sol muy blanco. Si alzaba la mirada, muy alto veía las copas de los árboles, las unas sobre las otras que, entre un espacio y otro, dejaban filtrar unos finísimos pero potentes rayos de color azul. Ahora me encontraba en un bosque de árboles pesados, en una parte muy profunda de éste: nada que yo hubiera podido reconocer se veía a lo lejos.
Sobre uno de los árboles había una casita de madera rosa que brillaba por los millones de espejitos que tenía incrustados. No tenía puertas, ni por atrás ni por adelante, y una rama curvada la atravesaba. Yo estaba ahí dentro, suspendido en algún punto de la rama y cubierto por un capullo de mariposa. Un frasquito de vidrio con una luz dentro que en ningún momento había dejado de brillar estaba colgando junto a mí y me protegía.
Mi cabeza reposaba. Eso era porque unos hombrecitos vestidos de obreros estaban trabajando sobre mí, como si de una obra de construcción se tratara. Tenían unas escaleritas de su tamaño con las cuales alcanzaban mi cabeza y mi garganta. Eran muchísimos, y trabajaban todos al mismo tiempo. De mi garganta sacaban unas redes para pescar completamente sucias de algas y otras cosas verdes; tiraban y tiraban, pero parecía que las redes no se acababan. En el área de la cabeza, en cambio, trabajaban los electricistas. Llevaban puestos unos cascos y unos guantes de protección amarillos y estaban intentando conectar unos enormes tubos de plástico blanco. Todo eso hacían los hombrecitos, mientras yo me reposaba.
Después de varios días, mi capullo empezó a moverse de un lado a otro hasta desprenderse de la rama. Hubo una larga caída y, cuando llegué al pie del árbol, se oyó un golpe crujir sobre las hojas secas que ahí abajo descansaban. Abandoné así, para siempre, la casita rosa de los millones espejitos.
Luego de unos segundos, salí disparado del capullo. Una vez en el aire, sentía que el viento frío me llevaba de un lado al otro, suavemente, con una ligereza muy particular. No podía caer. Las alas se me desplegaron en un proceso muy largo; mucho tiempo pasé suspendido con las alas de cada lado que me crecían y se alargaban infinitamente, a penas la fuerza del viento las jalaba. Mi voluntad no intervenía, aunque tarde o temprano habría tenido que aprender a volar. Así, hubo un momento en el que el viento dejó de soplar y, en automático, supe que debía dejar de pensar para poder continuar. Me puse a volar en círculos y luego en línea recta, hacia arriba y hacia abajo. Finalmente me posé sobre una hoja seca, ahí en donde había caído. La luz de la casita se apagó. Con los ojos cerrados y las alas preparadas hacía atrás, visualicé una curva perfecta como un círculo, apagué por segunda vez el cerebro y me puse a volar a toda velocidad.
Tuve un aterrizaje forzado. Mis alas se volvieron húmedas y se aplastaron como mermelada contra el asfalto. Pensé que las había perdido, y así fue. Cuando el movimiento de mi cuerpo debido al impacto cesó por completo, yo, enroscado, empecé a desplegarme. Mi espina se estiró y mis extremidades se abrieron. Todas las articulaciones de mi cuerpo empezaron a crujir, como si estuvieran rompiéndose, y yo sentía ese crujir en mi cuerpo, pero no me dolía. Una vez completamente estirado y abierto, descubrí que era un hombre. Mis músculos eran enormes, mi piel nueva, casi transparente, jamás tocada por el sol.
De pronto llegó desde muy lejos un hombre pedaleando en una bicicleta. Hizo un círculo que yo seguí con la mirada, y luego se detuvo frente a mí. Me dijo: "tienes que estar siempre contento". Luego me abrazó, me dio un beso y se quedó así por un tiempo. Finalmente se fue. Fue así que, en medio de la niebla, empecé a caminar hacia mi nuevo hogar.
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