martes, 15 de junio de 2010
Despedida de Roma
Era de noche. El cielo estaba un poco rosado, un poco manchado, cubierto de cables cruzados entre ellos que iban y venían por todas partes, cables de líneas telefónicas y cables de electricidad. Los truenos y relámpagos amenazaban con destruir todo de un solo golpe. La ciudad estaba completamente mojada y abandonada desde hace varios días, tal vez triste y luego enojada, y sus habitantes muy inquietos, aunque no lo querían confesar.
Yo estaba afuera, en el balcón de un apartamento. Había tenido extrañas premoniciones sobre el fin del mundo que en ese momento me parecía verificar.Una señora en el balcón de junto salió a observar los cables también. Era una mujer muy corpulenta y llevaba puesto un camisón blanco con rayas azules. Estaba fumando. "¿Usted también lo está percibiendo, verdad?” Me dijo después de un rato, entre una fumada y otra.
- ¿Qué cosa? - le respondí, porque, por miedo a verlas realizarse, no quería confesar mis sensaciones.
- El fin. Algo va a pasar, estoy segura, un cambio de dimensión o algo así. El cielo se está abriendo. Es como la tapa de la cabeza de una ciudad que también tiene brazos y manos y que con sus dedos va a sacar, uno por uno, a sus falsos habitantes. ¿Usted es de aquí?
- No - le dije-, seguramente yo seré de los que tendrán que irse. De cualquier forma siento que ya no me queda nada que hacer aquí. - Me acerqué más a la señora y, casi en el oído, le confesé: - Además creo que me persiguen.
- En ese caso me despido de usted y le deseo que tenga un muy buen viaje.
La señora del pijama a rayas lanzó el cigarro por el balcón y se fue a dormir.
Yo no tenía sueño. Desde que había comenzado esta tormenta, no había podido dormir bien. Entre un sueño y otro me pasaba que abría los ojos y, sin entender bien si estaba dormido o despierto, solo o acompañado, me bastaba imaginar que tres anillos de oro gigantes estrechaban mi cuerpo, y enseguida me sentía más protegido; solo así había podido conciliar el sueño.
Ahora estaba en el balcón, mirando afuera, porque dentro ya no se podía estar. Respiraba el aire frío y, en vez de tristeza, comencé a sentir enojo, ganas de echarme a correr.
Un segundo después estaba en la calle, corriendo bajo la lluvia con unos zapatos de colores japoneses. De pronto unos seres que yo había estado monitoreando por las noches y que sentía como malignos me devoraron y me hicieron perder el conocimiento.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)