miércoles, 20 de enero de 2010

Nueva eternidad cinética.


 
 
Escribí este texto hace un par de años; le tengo un cariño especial.
  

Tengo un sueño recurrente: Marcello Mastroianni me persigue en blanco y negro. Los faros de su automóvil me disparan chorros de luz tensa que me cortan la espalda, una y otra vez, por todas partes, y no puedo escapar. Es una angustia dinámica que cada noche se vuelve más veloz y llego a desear más.
 
Por la mañana me despierto y salgo a la calle real. Ese entorno que veía antes, el de mis días cotidianos, ya no está; porque ya no está la vida monótona que solía llevar. Ahora veo cada cosa sin límites, sin definición, como si todo estuviera roto. He perdido mi empleo y ahora el Estado me da una pensión: me han declarado minusválida por problemas de visión.

A Marcello, en cambio, y a su automóvil, los veo clarísimos. La imagen es nítida y posee una inteligencia capaz de mantener la unidad que falta en la realidad. El andar del automóvil es siempre contínuo, como una línea recta y flexible que jamás se acaba. Parece una nueva eternidad artificial, sin inicio y sin fin: un olvido o pérdida casi voluntaria del inicio y una necedad que niega el fin.
  
Marcello conduce sobre la pantalla de izquierda a derecha, una y otra vez. Yo lo veo así, a pedazos, pero sé que se trata de una sola y eterna acción. Me dice que me ama, solo porque no me encuentra, pero yo estoy ahí detrás, y lo escucho sin que se dé cuenta. Lloro porque aquí en el film hasta el amor más absurdo brota improvisamente, eterno y definido. El reconocimiento de lo imposible me aparece en plena consciencia y la melancolía habitual, el malestar, eso que siento y que no sé si es dolor, se vuelve placer.